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Ahora que ha salido del gobierno brasileño, el exjuez y exministro ha redescubierto las bondades del Estado de derecho que contribuyó a poner en riesgo. No debemos olvidarlo.
Brasil vive muchas crisis al mismo tiempo. Está por volverse uno de los epicentros mundiales de la pandemia y también cada día se profundiza una crisis política.
En las últimas semanas, al menos cuatro ministros del gobierno de Jair Bolsonaro han renunciado o han sido forzados a renunciar. Quizás la renuncia más desafiante para el presidente sea la de quien fue su Ministro de Justicia, Sérgio Moro. Cuando renunció, acusó públicamente a Bolsonaro de querer interferir políticamente en la policía federal. De este modo, el exjuez —quien dirigió la operación anticorrupción Lava Jato—, dejó clara su intención de recuperar el papel de “justiciero” de Brasil que lo llevó a fama.
Pero al hacerlo, Moro se aventura en un terreno pantanoso.
Al fondo de este súbito cambio de ministro estrella de Bolsonaro a su perseguidor, hay una paradoja que los brasileños no deberían perder de vista: en 2017, como autoridad del poder judicial, Moro condenó al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva y se popularizó su frase: “La ley es para todos”. Pero cuando tiempo después se dio a conocer información sobre cómo el exjuez había manipulado los mecanismos de delación compensada y que había ocultado pruebas del proceso a la Suprema Corte—condenó a Lula da Silva por “actos de oficio indeterminados” con el beneplácito de la corte de apelación de Porto Alegre, que estimó que la operación Lava Jato “no necesita seguir las reglas procesales comunes”—, quedó en evidencia que para él la ley no es igual para todo mundo.
Así que cuando Moro acusó a Bolsonaro de querer politizar la justicia intentando interferir en la policía federal para tener información de investigaciones en curso, haríamos bien en ver la ironía.
Si bien es indispensable que se investigue el supuesto intento de Bolsonaro de interferir en órganos judiciales autónomos, la justicia y los ciudadanos no deben dejar de cuestionar (e indagar) los métodos de Moro en su cruzada anticorrupción cuando era juez y su silencio y complicidad cuando fue miembro del gobierno de Bolsonaro.
La revelación de vínculos de la familia del presidente con las milicias que controlan buena parte de Río de Janeiro y las tentativas del presidente, dadas a conocer al público en los meses pasados, para entorpecer las investigaciones judiciales le dan verosimilitud a las denuncias de Moro. Sin embargo, lo que el exjuez no le dijo a la opinión pública —ni a los policías que lo interrogaron recientemente— es que, según algunas investigaciones periodísticas, él también hizo uso de su influencia política como ministro: de acuerdo con el propio Bolsonaro, Moro le dio información privilegiada sobre operaciones en curso de la policía federal que podían afectar a miembros de su gobierno.
Incluso antes de su llegada al gabinete de Bolsonaro, durante su paso por la magistratura, Moro dio señales claras de no respetar el Estado de derecho. Como juez a cargo de Lava Jato, no dejó de intimidar y amedrentar a las pocas personas que lo criticaron en aquel entonces, fueran periodistas, abogados o miembros de la academia. Aunque oenegés como Reporteros Sin Fronteras u organismos como la Orden de Abogados de Brasil protestaron por los métodos de Moro, el entonces juez mantuvo sus prácticas e incluso llegó a espiar ilegalmente las conversaciones telefónicas entre abogados y clientes para anticiparse a las estrategias de la defensa.
En lugar de presentar su renuncia, Moro se limitó a pedir “disculpas” a la Corte Suprema. Esta estrategia ha sido común en el gobierno de Bolsonaro: ha sido suficiente admitir la culpa y no sufrir consecuencias judiciales. El ministro de Ciudadanía, Onyx Lorenzoni, se disculpó por haber recibido dinero ilegal para sus campañas electorales. En vez de iniciar una investigación oficial a través de la policía federal —bajo su comando—, Moro expresó “admiración” por su colega al “asumir la culpa y tomar las medidas para reparar su error”. El propio Jair Bolsonaro ha pedido disculpas (de manera reciente, a una periodista a la que había mandado callar) sin mayores repercusiones.
Cuando Moro era ministro de Bolsonaro se quedó en silencio ante distintos atropellos democráticos. No dijo nada cuando el presidente comenzó a intervenir en los principales organismos del Estado con la intención de controlarlos. Y así fue como el fisco y los servicios de inteligencia fueron progresivamente tutelados por el entorno de Bolsonaro. E incluso, unos días antes de renunciar a su cargo, Moro le sugirió al presidente una vía legal para disminuir las atribuciones de fiscalización del Instituto Brasileño de Protección del Medioambiente.
Habría que hacer un ejercicio de memoria: a finales de 2018, cuando Moro aceptó formar parte del gobierno de Bolsonaro, parecía vender la idea de que su incorporación sería una garantía del respeto al Estado de derecho. Gracias a las revelaciones del periodista Glenn Greenwald y del archivo Vaza Jato, hoy sabemos su idea de Estado de derecho: colusión entre el juez y la acusación, selectividad en las investigaciones, manipulación de denuncias y motivaciones financieras detrás de la bandera “anticorrupción”. Cuando se dio a conocer esa información, Moro respondió adoptando la misma estrategia del presidente: asociando a los periodistas con criminales e intentando destruir pruebas.
Ahora que ha salido del gobierno, Moro ha redescubierto las bondades del Estado de derecho y de la libertad de prensa que contribuyó a poner en riesgo. No debemos olvidarlo.
Hoy la democracia brasileña está en peligro. Aunque Moro haya hecho lo correcto al renunciar y denunciar posibles infracciones a la ley del presidente, la justicia brasileña debe juzgar cuanto antes las investigaciones sobre sus métodos como juez y como ministro.
Si el propio Moro quisiera defender la democracia del país y evitar que los retrocesos autoritarios profundicen la distopía brasileña, debería renunciar a sus ambiciones políticas y reconocer que no se puede luchar contra la corrupción usando métodos corruptos. Una disculpa no es suficiente.
Artigo publicado originalmente no The New York Times.
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